Estados Unidos y los talibanes, la guerrilla a la que la superpotencia ha combatido durante 19 años, han firmado este sábado un acuerdo para la total retirada de las tropas extranjeras de Afganistán antes de 14 meses. El paso, que no garantiza el fin de la guerra, intenta lanzar un proceso de reconciliación interno y cuenta con el compromiso de los insurgentes de iniciar un diálogo interafgano en los próximos días. Tras cuatro décadas de conflictos, la población ha recibido el gesto con tantas expectativas como cautela. Nadie se atreve a pronosticar cuál será el resultado de las conversaciones con los extremistas islámicos que disputan el control del país al Gobierno de Kabul.
“Este acuerdo va a probar la sinceridad de los talibanes”, ha declarado el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, tras advertirles de que “no canten victoria” porque el pacto no significará nada si no cumplen su parte. Pompeo intervenía antes de la firma celebrada en Qatar, donde han tenido lugar los contactos entre los representantes de Washington y de los insurgentes. No ha sido, sin embargo, él quien ha rubricado el compromiso sino los respectivos jefes negociadores, el embajador estadounidense Zalmay Khalilzad y Abdul Ghani Baradar, cofundador de la milicia talibán. Después se han dado la mano en medio de aplausos e invocaciones de “Dios es el más grande”.
El limitado alcance del pacto queda evidente en su nombre. No es un acuerdo de paz, sino “para traer la paz a Afganistán”. Aun así, la presencia de Pompeo junto al presidente afgano, Ashraf Ghani, buscaba tanto escenificar el compromiso de Estados Unidos con el país asiático, como comprometer a los talibanes al diálogo interafgano ante la comunidad internacional. Significativamente, el secretario de Defensa, Mark Esper, llegaba casi al mismo tiempo a Kabul en una visita con similar objetivo. “No dudaremos en anular el acuerdo” en caso de incumplimiento talibán, ha advertido Esper.
El acuerdo, negociado a lo largo del último año y medio, prevé una reducción inicial de las tropas estadounidenses de los entre 12.000 y 14.000 soldados actuales a 8.600 en el plazo de 135 días a partir de la firma. A cambio, los talibanes se obligan a no permitir que el territorio que controlan sirva de base para grupos terroristas como Al Qaeda o el Estado Islámico. Además, la guerrilla liberará a un millar de prisioneros afganos y espera que el Gobierno de Kabul haga lo propio con 5.000 de sus milicianos.
“La Coalición completará la salida del resto de sus fuerzas en Afganistán dentro de los 14 meses siguientes al anuncio de esta declaración (…) siempre que los talibanes cumplan sus compromisos”, afirma un comunicado conjunto emitido poco antes de la firma por los Gobiernos de Estados Unidos y Afganistán. Además de los estadounidenses hay otros 8.500 soldados de 37 países que forman parte de la misión de la OTAN para entrenar, asesorar y asistir a los cuerpos armados afganos.
Desde el inicio de las conversaciones, algunos analistas han interpretado el interés de la Administración Trump en el pacto como la búsqueda de un triunfo de política exterior de cara a la reelección. Los más cáusticos lo ven como una mera ocultación de la derrota: después de 19 años, los islamistas radicales a los que Estados Unidos echó del poder en 2001 tras el 11-S por albergar a Osama Bin Laden han recuperado el control de casi la mitad de Afganistán (los insurgentes se jactan de dominar hasta dos tercios). La guerra, la más larga librada por la superpotencia, ha dejado 2.500 soldados norteamericanos muertos y supuesto a sus contribuyentes un billón de dólares (875.000 millones de euros).
Para los afganos el coste humano y las preocupaciones son mucho mayores. Después de que la invasión soviética de 1979 desatara una guerra civil interminable, resultó muy frustrante constatar que la intervención estadounidense tampoco traía la paz. Enseguida vieron que su objetivo no era tanto ayudarles a reconstruir su maltrecho Estado como vengarse de Bin Laden, sus seguidores y sus padrinos. Y no siempre con tino. Aunque en lo político Washington impulsó el establecimiento de una democracia liberal, la inseguridad y la corrupción generalizadas eclipsaron los beneficios de aquella.
Ahora temen volver a pagar el precio de la paz americana. Muchos, sobre todo en las zonas urbanas y entre aquellos que han accedido a la educación, temen que los talibanes solo estén fingiendo su interés por el acuerdo con Estados Unidos y que se hagan con el poder en cuanto se hayan ido las tropas extranjeras. Aunque el 70% de los afganos son menores de 30 años y por lo tanto no tienen recuerdo directo del régimen talibán, todos han oído hablar de su brutal forma de Gobierno islámico que prohibía la televisión, la música, la celebración de las bodas y hasta volar cometas, uno de los pocos pasatiempos en el país más pobre de Asia.
¿Van a aceptar los talibanes el actual sistema democrático, la libertad de prensa o los avances de las mujeres? ¿Van a ser capaces de reintegrarse en la sociedad cuando la mayoría de ellos solo han conocido las armas y, si acaso, una rudimentaria educación religiosa?
“Los talibanes ya son parte de la sociedad afgana”, puntualiza Barnett Rubin en un intercambio de mensajes. Este académico, que participó en el primer contacto diplomático entre EEUU y los talibanes en 2010 como asesor de la Administración Obama, siempre ha defendido la vía político-diplomática y respalda el acuerdo. En un reciente artículo, en el que recordaba cómo los militares se impusieron su línea, dejaba claro que Washington no podía ganar la guerra con los medios disponibles.
La firma ha sido posible tras la “reducción de la violencia” (ni siquiera se ha llamado tregua) de la pasada semana que los afganos han vivido con tanta esperanza como escepticismo. “Me preocupa que los combates se reanuden cuando se vayan los extranjeros”, confiaba Abdul Rahim Faqirpur, director de escuela de 55 años, en la provincia de Ghazni, al Afghanistan Analysts Network (AAN). Otros entrevistados por ese centro de investigación y análisis político independiente mencionaban como riesgos las interferencias de los países vecinos o las divisiones internas de los talibanes. No terminan de creer que la paz esté cerca.
Las frías cifras apenas ayudan a comprender el sufrimiento de los afganos. El año pasado la guerra mató a 3.403 civiles, es más o menos la media desde que la ONU empezó a recopilar estadísticas en 2009. Antes, ni siquiera se contaban. Pero tanto o más grave son los heridos, casi el doble, muchos de los cuales quedan incapacitados de por vida. “Apenas hay ningún civil en Afganistán que no haya sido afectado personalmente de alguna forma por la violencia”, subrayó el representante especial de la ONU, Tadamichi Yamamoto, al presentar los últimos datos la semana pasada.
La violencia ha frenado también la construcción de infraestructuras que contribuyan al desarrollo del país y den trabajo a su joven población. Como resultado, Afganistán ha vuelto a convertirse en el mayor emisor de refugiados del mundo, a pesar del regreso de casi seis millones de ellos desde Pakistán e Irán desde 2002.
Los talibanes no reconocen al Gobierno de Kabul, pero además en este momento su presidencia vuelve a estar en disputa. Al igual que sucediera en 2014, el triunfo de Ashraf Ghani en las elecciones del pasado septiembre es contestado por su principal rival, Abdullah Abdullah, que amenaza con formar su propio gobierno paralelo.
Aunque ambos respaldan la apertura de un diálogo con los talibanes, su enfrentamiento puede minar la capacidad del Gobierno con una sola voz. Abdullah ha asistido en primera fila la ceremonia de firma del acuerdo entre Estados Unidos y la guerrilla, que se abrió con una intervención de Ghani. “Esperamos que ese pacto de paso a un alto el fuego permanente (…) Es el deseo de nuestra nación”, dijo.